Sierpe Negra IV

A la mañana siguiente, luego de una intempestiva noche de reflexiones, sobresaltos y pensamientos encontrados, Fergus emergió de la bruma nocturna con sólida determinación, dispuesto a iniciar su aventura a cualquier precio. En sus ojos ardía una llama sin igual, similar a la de un ejército que quema sus barcos una vez ha desembarcado en la tierra a conquistar. Todo estaba decidido; no habría vuelta atrás.

Eran a penas las siete de la mañana cuando Fergus acabó de empaquetar lo esencial para el viaje: dinero, ropa y comida para el trayecto, además de algún que otro aparato electrónico que podría facilitar su misión. Pero todo sumamente frugal y ligero, que lo imprescindible cupiera en una mochila de treinta litros de capacidad, por si tenía que echarse campo a través, a la carrera. Iba vestido de una manera muy clásica y convencional, incluso se había puesto unas gafas de montura gruesa para darse un aire sobrio y formal, pseudointelectual, consciente de que las apariencias sí importaban, y mucho. En el maletero del coche llevaba varias mudas, también ropa de montaña para el tramo final, y otras cosas menos importantes que podría dejar atrás en caso necesario.

Se subió a su automóvil de color azul marino y puso en el GPS la ruta que había planificado minuciosamente esa misma noche, evitando puntos que el consideraba de alto riesgo, en especial rotondas y peajes, etc., en dirección a unas coordenadas sin nombre situadas entre España y Francia, de poco interés para las autoridades por ser básicamente un camino rural que cruzaba entre ambos países con la misma parsimonia que un arroyo. Tenía por delante muchas horas de carretera y el riesgo de ser multado existía, pero se dijo que la policía no podía de ningún modo tener tantos efectivos como para ser capaz de controlar los desplazamientos de toda la población, y lo mismo ocurriría al otro lado de los Pirineos... cosa que por otra parte no impidió que se pusiera muy nervioso.

Emergió del sombrío garaje al exterior cual tigre al acecho, saludando de paso a un vecino que paseaba al perro, y se diluyó rápidamente entre el torrente de vehículos de la hora punta, en el ir y venir de la gente que se dirigía a sus puestos de trabajo cada mañana, cual hilera de obedientes hormigas. En el centro de la ciudad no había controles porque el confinamiento ya era únicamente perimetral, así que avanzó disimuladamente hasta una de la salidas en dirección al oeste de la península, momento en el que empezó a notar un entorpecimiento en el tráfico rodado y se le manifestó una cierta tensión en la boca del estómago. Dos patrullas paraban los coches justo antes de la salida del municipio, preguntando el motivo del desplazamiento sin excesivo celo.

-Mantén la calma y todo saldrá bien -se dijo a sí mismo, con el corazón a cien-. Solo es un control rutinario.

Los conductores detenían los coches obedientes, bajaban las ventanillas y, a veces, presentaban algún tipo de documentación, a todas luces justificando su viaje más allá del cierre; semejaba una cadena de montaje. Cuando le llegó su turno, el agente de policía se inclinó y con tono robótico le hizo la famosa pregunta, como ya había hecho otras doscientas veces esa misma mañana y que, en su humilde opinión, apestaba a irrelevancia. Daba la impresión de que no le importaba en demasía el asunto del control perimetral, que aquello era un paripé ideado para mantener las apariencias, pero que tenía que hacerlo a fin de cuentas porque era su trabajo, comulgase o no con las motivaciones políticas que habían originado tales inventos.

-¿Motivo de desplazamiento? -disparó con tono automatizado e impersonal, impresión acrecentada por la mascarilla que le tapaba la mitad del rostro.

-Buenos días, agente -saludó Fergus, esforzándose para que no se notase la mentira ni el tembleque de manos-. Me dirijo a mi trabajo.

El policía lo miró escuetamente unos segundos más, analizando su rostro, sus ropas y el coche, que era poco llamativo; un conjunto anodino, común hasta decir basta; apestaba a don nadie. Así vestido podrían llamarle hasta panoli.

-¿En qué trabaja?

-En una asesoría -respondió con fingida calma, aferrando el volante con firmeza.

-Muy bien, continúe -asintió con la cabeza y sin ofrecer mayor resistencia.

El policía le indicó que reanudara la marcha, cosa que Fergus hizo sin dilación no fuera a ser que cambiara de idea, y nada más mirar por el espejo retrovisor vio que el agente ya había parado al que venía detrás. Por suerte, los trabajos realizados en las asesorías habían sido catalogados como esenciales por el gobierno y habían mantenido la actividad pese a los confinamientos y la pandemia; a fin de cuentas alguien tenía que tramitar las subvenciones y gestionar los impuestos de las empresas. De hecho, los despachos fiscales habían incrementado su carga de trabajo por tres desde la pandemia en todas partes, cosa que sabía de primera mano gracias a Alice. Y, por otro lado, el tema de los controles perimetrales estaba un poco exagerado por los medios para que la población no saliese de casa.

Una vez cruzado el primer obstáculo de la travesía, sin embargo, la sorpresa fue mayúscula: una vez en la autovía todo discurrió con sobresaliente tranquilidad. Cientos y cientos de kilómetros sin siquiera un mísero control policial... El tráfico era escaso y esporádico, y de cuando en cuando se cruzaba con alguna ambulancia que iba en dirección contraria, con las sirenas a todo tren. Ignoraba el pequeño drama que se debatía en el interior de aquellos ruidosos vehículos amarillos, pero delante de sus ojos la carretera gris, vacía y silenciosa discurría en perfecta calma, acercándole cada vez más a su amiga Alice.

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